Época: Pérgamo
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
Las gestas de Pérgamo

(C) Miguel Angel Elvira



Comentario

Cuando Atalo I accedió al poder, podía, por tanto, empezarse a sentir la renovación de la escultura en la costa de Asia Menor. En la propia Pérgamo, incluso, sabemos que ya trabajaban en ese momento al menos tres artistas de interés, que merecen ser recordados.
El de más edad, sin duda, era Nicérato, que había venido de Atenas y que realizó, entre otras obras, estatuas de Filetero y Eumenes como vencedores de los galos. Suyo por tanto debe de ser el retrato de Filetero, conocido a través de una copia de Herculano, que nos revela un artista un tanto frío dentro de sus deseos de grandiosidad. También sabemos que hizo un grupo de Asclepio e Higía que después pasó al templo de la Concordia en Roma; si el Asclepio es, como se ha supuesto, el prototipo del llamado Asclepio Pitti, una de cuyas copias se ha hallado, curiosamente, en la villa romana de Valdetorres, cerca de Madrid, podemos considerar a Nicérato como uno de los últimos autores eclécticos basados en los ritmos del siglo IV a. C. -curva praxitélica incluida-, pero, eso sí, con una particular afición por el realismo muscular.

Su compañero Firómaco, que firma junto a él algunas obras, era también ateniense, pero tenía planteamientos más avanzados. Esto podemos afirmarlo porque, a raíz de la aparición de una firma suya en Ostia, conocemos con seguridad una de sus obras: el retrato ideal del filósofo cínico Antístenes. La cabeza, de la que nos han llegado varias copias -las mejores en el Vaticano-, muestra la evolución en sentido dinámico, abarrocado, del realismo del Demóstenes de Polieucto: la cabellera blanda y agitada, el trazado amplio y movido de las cejas y la frente, nos muestran la conformación de lo que ya puede sentirse como "estilo pergaménico".

En cuanto al tercer escultor, era Epígono, hijo de un ciudadano de Pérgamo y por tanto súbdito de sus reyes. Poco sabemos de él, y por tanto ignoramos si, en el momento de subir al trono Atalo I, era ya un escultor acreditado.

Sea como fuere, cuando llegó la decisión de erigir los monumentos a las victorias sobre los celtas, parece que fue él quien se encargó de dirigir las obras. Por entonces, es probable que ya hubiese muerto Nicérato, pero Firómaco quedó incluido en el proyecto, y, para completar el equipo, llegaron otros artistas atraídos por el regio mecenazgo. Uno sería el ya anciano Antígono de Caristo, que además de escultor era historiador del arte (continuó la obra crítica de Jenócrates), y había seguido años atrás las lecciones del filósofo Menedemo de Eretria (muerto hacia el 275 a. C.); y otro fue Estratónico, procedente de Cízico, que debía de ser retratista, puesto que Plinio nos dice que representó a los filósofos (NH, XXXIV, 90), aunque sin mayor concreción.

Reunidos estos autores, su objetivo sería dar un lenguaje nuevo a la idea de la victoria. Frente a las imágenes de generales coronados por Níkes aladas, o montados en carros -temas que, pese a todo, no desaparecen por completo-, lo que ahora se imagina es una iconografía donde el protagonista es, paradójicamente, el vencido. La importancia del éxito se mide por la corpulencia y ferocidad del enemigo doblegado, y éste aparece en el exvoto igual que la víctima de un sacrificio a los dioses. No se excluye que, en ocasiones, se represente también al monarca o al general vencedor, pero lo cierto es que, con el paso del tiempo, lo que más impacto causó en los historiadores del arte, e incluso en los copistas, fueron las dramáticas esculturas de los caídos.